Érase una vez un vencejo de tantos. De tantos miles y miles como frecuentan las alturas de nuestras ciudades. Un vencejo de esos alimentados por sus padres comida-en-pico y crecidos al calor de un nido plantado en la boca de una gárgola muy pero que muy centenaria con hechuras de requiebro medieval.
Un buen día, ese vencejo que tanto envidiaba a sus mayores cuando serpenteaban entre nubes y pináculos, se armó de valor y se precipitó al vacío. Vaciló al principio, pero desplegó sus afiladas alas y, en un periquete, estaba dibujando oes y uves en el cielo azulado, murillesco, de Sevilla. Y conquistando en sus inmaculadas retinas tanta belleza acumulada a su alrededor.
El pajarillo se aficionó bien pronto a dejarse querer por los techos de la ciudad, a descubrir cada recoveco, a rozarse con la piedra desgastada. Y con cada sorpresa profería un graznido, al principio de esos agudos y chirriantes, al poco poderoso y decidido. Así se fue haciendo adulto a la par que se doctoraba en contrafuertes, arbotantes, sillares…, lo típico de un gótico muy flamígero hecho a lo grande. «Fagamos una obra tal e tan grande que…».
Un buen día, tan tranquilo que estaba tomando el sol de la mañana, se sobresaltó. El ruido de una vieja puerta al abrirse le asustó. Se puso en guardia, amagó con salir en desbandada con los suyos, pero aguantó el impulso. Y en éstas que vio entrar a un grupo de personas que, en fila india, no paraban de tomar fotografías y de atender con suma atención las explicaciones de un guía.
Desde entonces, el vencejo no ha dejado de ver pasar a grupos y más grupos de humanos que, como él, se quedan extasiados al pisar las cubiertas de esa impresionante Montaña Hueca. Un edificio que, si impresiona por dentro y a pie de calle, deja boquiabiertos a los que, previa reserva y paso por taquilla, acceden a sus cubiertas.
Desde allí arriba se nos abre un libro, el de las edades de Sevilla. Tras reparar en el juego de volúmenes y geometrías contenido en las alturas de la Catedral, tras situar a la Giralda y sentir el vértigo de mirar desde lo alto las dimensiones de la Avenida, empezamos a ‘leer’ ese libro. O más que a leerlo, a admirarlo.
Desde la Avenida, con el rosetón a tiro de piedra, uno mira hacia la balconada de Sevilla y le asalta el caserío superpuesto del Arenal y sus alrededores. No hay rastro del río, pero sí de la otra rival en las alturas de Sevilla, la Torre Pelli o Torre Cajasol. Y surge el diálogo entre el pasado y el presente de una ciudad, la pulsión de siempre, tan a menudo decantada del primer lado por el empuje y los contactos de lobbistas de tertulia y columna diarias.
El otro diálogo tradición-modernidad se libra al Norte. La crestería catedralicia sirve de marco de excepción para encajar para la foto el Puente del Alamillo, uno de los símbolos de la gloria fatua de aquella que fue nuestra Expo’92.
Al Sur, otro hito de nuestro tiempo, el Puente del V Centenario, pone horizonte a una estampa que resume las edades y las glorias pasadas de Sevilla. A los pies de las cubiertas metropolitanas, el Triángulo de Oro patrimonial de la ciudad, el abecé del turista de paso. Su Patrimonio de la Humanidad: Catedral, Real Alcázar y Archivo General de Indias.
El vencejo de marras se deleita cada tarde, a eso de la caída del sol de cada día, rindiendo pleitesía a la escultura de la Inmaculada. Le encanta posarse en la muralla alcazareña y presenciar la llegada de la hora azul, cuando los cielos se vuelven del azul tiniebla, con toques de púrpura intenso dependiendo de la época.
Desde allí observa las cabecitas de los visitantes por las cubiertas de su Catedral, todos en fila india, extasiados ante ese libro abierto con las edades de Sevilla. De la Isbiliya de Giralda y Patio de Abluciones a la Sevilla de Pedro I, a la Sevilla de las Indias. Y de ahí a la Sevilla de Aníbal, a las de las ‘setas’ de Mayer (Jürgen, no Óscar). Y, más hacia el río, de la Sevilla de monasterio cartujano a la Sevilla de Pelli, de Cartuja 93 y de los puentes de la Expo.
O a la Sevilla más primigenia, la Spal fenicia y antes tartesia, desde el prácticamente abandonado Cerro del Carambolo, cuna de nuestros orígenes y vertedero de botellona para la chavalería los fines de semana.
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Sevilla es puro arte y cultura. Es como una esmeralda reluciente donde se unen tradición y actualidad. Es maravillosa por todo eso y por mucho más. Y con gente amable y acogedora.
Son unas fantásticas perspectivas tomadas con mucha creatividad. Felicidades.